El delicioso sabor de la nada
Hace tiempo que no escribo nada en la bitácora por varias razones, aunque todas confluyen en un mismo punto: demasiadas cosas que hacer para un día que tiene sólo veinticuatro horas. Es lo malo del ser humano, que tiene que comer, dormir, atender a la familia, responder ante los jefes, darse una ducha, etc. A veces desearía ser un C3PO cualquiera, y desconectarme cuando me saliese de los cataplines, y no cuando en mi cerebro ya empiezan a sonar las alarmas estridentes del aviso de sobrecarga inmediata, que es cuando me desmayo sobre el teclado del ordenador y me despierto porque me he partido la frente contra la tabla de madera que lo sostienene.
Qué vida esta, joder.
Encima, estoy montando un portal de Internet con unos colegas: Atlantea, donde pretendemos montarnos nuestro chiringuito particular para charlar sobre los temas frikis que nos gustan. Me gustaría tener más tiempo, se los juro, pero la mayoría de las necesarias actualizaciones de códigos o de módulos las tengo que hacer entre plato fregado, comida de los niños, bajada al supermercado A más de un técnico de Microsoft me gustaría ver en mi lugar.
Conste que no me quejo. Lo único que me limito a reseñar es que la palabra STRESS (así, en mayúsculas y en inglés) está tomando un nuevo significado para mí, mucho más cercano. Y a los casi cuarenta que arrastro la citada palabra tiene unos tintes bastante peligrosos y siniestros: prácticamente se materializa en forma de espectro descarnado de esos que salían en las portadas de la desaparecida revista CREEPY, no sé si se acuerdan. La verdad, no me gustaría darle el último adiós a este universo con la mano derecha apretando el hombro izquierdo y un intenso dolor partiéndome en dos el brazo. Ataques al corazón no, gracias.
Por lo cualo, este fin de semana me he dedicado a tocarme la barriga, y los cojones, a dejar pasar estas cuarenta y ocho horas sin hacer absolutamente nada (salvo leer, por fin, la sexta y penúltima entrega de La Torre Oscura, a la cual soy adicto desde hace dieciséis años). Qué bien, coño, qué bien. Parece mentira lo bien que sienta el flojerismo (como diría mi santa madre tirando de su particular diccionario interno), el pasar absolutamente de tareas, citas, y demás glipolleces que nos impone la acelerada vida actual. Y tó pa ná, oigan, pa ná de ná, que se los digo yo.
En fin, que ya ven, incluso me he podido permitir el lujo de pegarle a las teclas. Actualizo un poco el blog (desde ahora con más frecuencia), e incluso trabajo en mi próxima novela. ¿Qué más puedo pedir?
Joé, pues unos tres mil millones de euros. Me retiro a Papeetee y no vuelven a saber nada más de mí.
En eso que saldrían ganando.
Qué vida esta, joder.
Encima, estoy montando un portal de Internet con unos colegas: Atlantea, donde pretendemos montarnos nuestro chiringuito particular para charlar sobre los temas frikis que nos gustan. Me gustaría tener más tiempo, se los juro, pero la mayoría de las necesarias actualizaciones de códigos o de módulos las tengo que hacer entre plato fregado, comida de los niños, bajada al supermercado A más de un técnico de Microsoft me gustaría ver en mi lugar.
Conste que no me quejo. Lo único que me limito a reseñar es que la palabra STRESS (así, en mayúsculas y en inglés) está tomando un nuevo significado para mí, mucho más cercano. Y a los casi cuarenta que arrastro la citada palabra tiene unos tintes bastante peligrosos y siniestros: prácticamente se materializa en forma de espectro descarnado de esos que salían en las portadas de la desaparecida revista CREEPY, no sé si se acuerdan. La verdad, no me gustaría darle el último adiós a este universo con la mano derecha apretando el hombro izquierdo y un intenso dolor partiéndome en dos el brazo. Ataques al corazón no, gracias.
Por lo cualo, este fin de semana me he dedicado a tocarme la barriga, y los cojones, a dejar pasar estas cuarenta y ocho horas sin hacer absolutamente nada (salvo leer, por fin, la sexta y penúltima entrega de La Torre Oscura, a la cual soy adicto desde hace dieciséis años). Qué bien, coño, qué bien. Parece mentira lo bien que sienta el flojerismo (como diría mi santa madre tirando de su particular diccionario interno), el pasar absolutamente de tareas, citas, y demás glipolleces que nos impone la acelerada vida actual. Y tó pa ná, oigan, pa ná de ná, que se los digo yo.
En fin, que ya ven, incluso me he podido permitir el lujo de pegarle a las teclas. Actualizo un poco el blog (desde ahora con más frecuencia), e incluso trabajo en mi próxima novela. ¿Qué más puedo pedir?
Joé, pues unos tres mil millones de euros. Me retiro a Papeetee y no vuelven a saber nada más de mí.
En eso que saldrían ganando.
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